El amanecer trajo consigo el olor metálico de la sangre. Helena despertó sobresaltada, con un grito ahogado en la garganta y la sensación de que algo terrible había ocurrido. No necesitó confirmación cuando escuchó el alboroto fuera de su habitación: voces alteradas, pasos apresurados, órdenes gritadas con urgencia.
Se vistió apresuradamente y salió al pasillo. El castillo de los Lobos Plateados, normalmente un lugar de orden y protocolo, se había convertido en un caos organizado. Guerreros ensangrentados entraban apoyados unos en otros, mientras los sanadores corrían de un lado a otro con vendajes y pociones.
—¡Ayleen! —gritó Helena al ver a la consejera dirigiendo a un grupo de sanadores—. ¿Qué ha pasado?
El rostro de Ayleen, normalmente sereno y controlado, mostraba una palidez mortal y una furia apenas contenida.
—Emboscada en la frontera este. Los Lobos Negros atacaron la patrulla del amanecer —respondió con voz tensa—. Perdimos a siete guerreros. Otros quince están heridos, algu