El olor del café llenaba la cocina.
Era raro sentir algo tan normal después de tantos días huyendo.
Reyk estaba sentado frente a mí. Llevaba la misma chaqueta negra desde el rescate. Sus manos, grandes y llenas de cicatrices, temblaban ligeramente al sostener la taza.
—No aguanto más, Alana —dijo sin rodeos.
—Reyk…
—Demasiada sangre —interrumpió, con la mirada clavada en la mesa—.
Veer está muerto. Pierre sigue desaparecido. Y Deerk… no sabemos si sigue con vida.
Padre está en el Cántaro, medio muerto, y nosotros escondidos aquí.
El silencio pesó como piedra.
—No somos cobardes —dije, apenas.
—¿Entonces qué somos? —golpeó la mesa—. ¿Los restos de una manada que alguna vez fue fuerte?
—Estamos vivos, Reyk. Eso ya es algo.
—¿Y para qué vivir si lo hemos perdido todo?
Se levantó, dando un paso hacia la ventana.
La luz gris de la mañana lo hacía parecer más viejo.
—Leo y yo iremos al Cántaro. Lo decidimos anoche —dijo, sin mirarme.
Mi corazón se encogió.
—No puedes ir, Reyk. Es una trampa