El camino hacia la salida del Cántaro era largo.
Nadie nos siguió.
Solo se escuchaban nuestros pasos y el sonido del agua cayendo a lo lejos.
Eiden iba delante.
Su paso era rápido, como si temiera que alguien nos alcanzara.
Yo lo seguía sin decir nada.
Aun me dolía el cuello, pero el calor de la marca había bajado.
Cuando por fin salimos al exterior, me detuve.
El aire era distinto, más limpio, aunque cargado de polvo.
El cielo estaba gris.
Eiden miró hacia el norte, luego hacia mí.
—Debemos movernos. Si los exploradores de Daren están cerca, no tenemos mucho tiempo.
—No iré todavía —dije.
Se volvió hacia mí con gesto serio.
—¿Qué dices?
—Quiero pasar por la mansión.
—No es buena idea.
—Lo sé, pero necesito hacerlo.
Eiden cruzó los brazos.
—Ahí no queda nada, Alana. El fuego lo destruyó todo.
—Tal vez no todo. Quiero ver lo poco que quedó. Necesito entender qué pasó con mi madre.
Eiden negó.
—Eso no cambiará nada.
—Para ti, no. Para mí, sí.
Se quedó callado.
Miró hacia el c