El amanecer llegó gris y silencioso.
El humo seguía flotando sobre las ruinas como un manto espeso. El viento arrastraba cenizas que se pegaban a la piel como polvo de hueso.
Había pasado toda la noche sin dormir. No podía.
Cada vez que cerraba los ojos veía los cuerpos, las casas ardiendo, el símbolo grabado en la pared.
Deerk estaba afuera, revisando el perímetro.
Dijo que cuando el sol terminara de salir, partiríamos hacia el norte para seguir el rastro de nuestro padre.
Yo, en cambio, no podía moverme.
El peso del dolor me mantenía clavada al suelo.
Escuché pasos.
Al principio lentos, arrastrados. Después más firmes.
Me giré.
Reyk y Leo aparecieron entre la bruma.
Por un instante, el corazón me dio un salto.
Corrí hacia ellos sin pensar.
—¡Reyk! ¡Leo! —grité.
Reyk levantó la vista, cansado. Tenía el rostro cubierto de hollín y una mancha rojiza en la mejilla, como un golpe reciente.
Leo cojeaba, sujetándose el muslo derecho con una mano ensangrentada.
Me lancé a los brazos de Reyk