El cielo estaba despejado por primera vez en días cuando la comitiva de Darien llegó a los límites de la aldea de Brumavelo. El sol apenas tocaba las copas de los árboles, y la nieve crujía bajo las patas de los lobos de guerra. El aire, a pesar de su frescura, olía a ceniza antigua, a madera húmeda, a vida reciente.
Brumavelo, pequeña pero firme, se alzaba reconstruida. Las empalizadas reforzadas con piedra negra y espinos, las casas recubiertas con techos nuevos, y la plaza central mostraba una comunidad que había resistido algo feroz... y sobrevivido. Pero lo que más llamó la atención de Darien fue lo que ondeaba sobre la cabaña mayor: un estandarte nuevo.
Una loba roja, de pelaje vibrante, con el pecho blanco resplandeciente, tejida con hilos de cobre y plata.
Su aliento se congeló por un instante. El corazón dio un golpe seco en el pecho.
Ella.
No necesitaba confirmaciones. Aeryn había estado allí.
Y no sólo había estado... había dejado una huella. Profunda.
Los aldeanos l