El rugido de Darien fue puro instinto. No esperó. No razonó. Se lanzó contra Sareth con la fuerza de un Alfa herido, con la rabia del hijo que exigía respuestas.
Pero no alcanzó su objetivo.
Una ráfaga de energía dorada, pura y vibrante, lo envolvió y lo arrojó hacia atrás como si fuera un simple aprendiz. Aterrizó de rodillas en la nieve, jadeando, con los ojos fijos en la figura que lo había detenido.
Aeryn.
Estaba en pie entre ambos, las manos alzadas, el pecho agitado, el aura chispeando a su alrededor como un sol contenido. La furia en su mirada era más peligrosa que cualquier llama.
—¡No aquí! —gritó con autoridad—. ¡No contra él!
Pero Darien ya no pensaba. Se incorporó con un rugido de frustración, alzó la mano derecha, y una llamarada brotó de sus dedos, rompiendo el escudo de Aeryn con violencia.
El aire crepitó.
La gente se dispersó, los aldeanos retrocedieron con miedo y asombro.
Aeryn dio un paso hacia él, su rostro rojo de ira.
—¿Te atreves? —su voz era baja, vib