Tras la destrucción de Brumavelo, Aldrik creyó, por un breve instante, que había alcanzado una victoria inminente. Una aldea reducida a cenizas, sobrevivientes huyendo, y un mensaje grabado en fuego dirigido a Nyrea y todo lo que ella representaba.
Pero los días siguientes demostraron que había cometido un error de juicio.
Desde su refugio en Luzargenta, las montañas dormidas del antiguo linaje de la loba roja, Aldrik rumiaba su frustración. Lo que pensó que sería una victoria definitiva no fue más que un golpe feroz con pérdidas en ambos bandos. Sí, Brumavelo había ardido, pero no desapareció. Su gente había sobrevivido, y ahora estaban más unidos que nunca.
Y él… seguía pagando el precio.
Su brazo, alcanzado por el fuego de la Llama durante la caída del escudo, aún no sanaba por completo. Las quemaduras eran profundas, y el daño iba más allá de lo físico. La regeneración se negaba a activarse del todo, incluso con magia oscura. El fuego de Nyrea había dejado una marca viva en su