Tarsia aún llevaba el luto en el alma, aunque las ceremonias habían pasado hace semanas. Se le notaba en la forma en que hablaba más bajo, en la manera en que sus dedos acariciaban distraídamente la piedra del colgante de su abuela, como si aún pudiera sentir su energía cálida allí. Pero Kaelrik no se separaba de ella. Ni un solo día.
En el jardín interior de Lobrenhart, donde las flores recién sembradas comenzaban a alzarse tímidas entre la tierra, él la sostuvo entre sus brazos mientras el silencio los rodeaba.
—Cuando todo esto acabe… —murmuró Kaelrik, con la voz firme pero serena—. Te llevaré a Vyrden. Gobernaremos juntos, como prometimos. Sin guerra, sin sombras. Solo tú, yo… y lo que venga.
Tarsia apoyó la cabeza en su pecho, cerrando los ojos.
—¿Y si no sé gobernar? ¿Si solo sé curar…?
Kaelrik sonrió, y con una suavidad inesperada para su tamaño, deslizó la mano por su vientre.
—Entonces gobernarás sanando. Como solo tú sabes. Y yo… me encargaré de los gruñidos.
Ella rió