La primera luz del amanecer se filtraba por la rendija de la cabaña, tiñendo las paredes de un dorado tibio, como brasas que apenas despiertan.
Aeryn no dormía.
Estaba sentada en el borde del lecho, envuelta en una manta ligera, con las piernas recogidas y el cabello suelto desordenado cayendo sobre sus hombros. El fuego en la chimenea ya no ardía, pero el calor de la noche aún impregnaba la habitación.
Él dormía.
Darien. Su lobo. Su herida. Su refugio.
Estaba tendido boca arriba, con una de sus manos aún extendida hacia el lado donde ella había estado minutos antes. Su respiración era profunda, serena, como si por fin hubiera encontrado paz.
Aeryn lo contempló largo rato.
Sus ojos recorrieron la línea de su cuello, la curva de su pecho, la leve tensión en su mandíbula incluso en reposo. Había sudor seco en su piel, rastros de lo que habían compartido. Ella aún podía sentirlo dentro. No en su cuerpo. En su alma.
Lo habían hecho todo.
Con rabia. Con ternura. Con hambr