La terraza elevada del centro de Brumavelo estaba bañada por la luz oblicua del sol. Era una estructura circular, abierta al cielo, construida con piedra volcánica y madera blanca de los bosques del este. Aeryn la había mandado a levantar semanas atrás, cuando decidió que su liderazgo no se escondería entre muros, sino que estaría al centro de su pueblo, visible como la Luna.
El aire estaba cargado de promesas no pronunciadas cuando Aeryn y Darien ascendieron los peldaños de la terraza abierta. El sol comenzaba a calentar las losas de piedra volcánica bajo sus pies, pero la temperatura no era lo que provocaba ese leve sudor en las palmas de los presentes.
Era el fuego.
El fuego que venía con ellos.
El consejo de Brumavelo los esperaba en completo silencio. Darel, el beta de la aldea, se mantenía firme en su puesto, la expresión tensa. A su lado, Midea, su pareja y sanadora del clan, sostenía un cuenco de hierbas que ardía suavemente, como ofrenda a la Luna. Sus ojos se movían entr