El sol apenas se alzaba entre las torres de piedra del bastión central cuando Darien salió de su cabaña con una sonrisa insaciable. El aire olía a corteza, a humo de fogatas recientes y a tierra removida por las patas de cientos de lobos que se habían movido con furia durante la noche. Una energía nueva llenaba las calles adoquinadas de la ciudadela Lobrenhart: era la euforia de la unificación, del despertar de vínculos destinados, del salvaje instinto que había estado dormido durante demasiado tiempo.
Había visto a varios de sus guerreros marcados, lamiendo las heridas recién abiertas por los colmillos de sus parejas. Algunos reían. Otros lloraban. Algunos habían huido del miedo. Pero todos sabían que la Luna había hablado. Y él, Darien, había sido el primero en ser bendecido. Aún podía sentir el ardor de la mordida de Aeryn palpitando sobre su piel. Su loba. Su fuego. Su destino. Se había entregado a él sin reservas, y él la había tomado como suya. Como estaba escrito. Como su alma lo exigía. La ciudadela se expandía entre laderas cubiertas de bosques, protegida por muros naturales y cabañas de madera reforzada con piedra. En el centro, las torres del consejo se alzaban como centinelas viejos, cada una con una bandera ondeando los símbolos de la manada. A lo lejos, el Templo de la Luna ardía con ofrendas dejadas por los que habían sellado vínculos. Darien caminaba con paso firme, la camisa abierta, dejando ver la marca sobre su clavícula izquierda: dos hendiduras paralelas con bordes rojizos, frescas, imborrables. Sabía que estaba en problemas. En su manada, los herederos podían marcar a su pareja destinada. Era una tradición aceptada, incluso esperada. Pero la hembra sólo podía devolver la marca cuando él ya había sido coronado Alfa y el consejo la había reconocido como Luna del Alfa. Aeryn lo había hecho primero sin dudar, asi que al parecer no es parte de la tradición de su antigua manada. Y él... él lo había permitido con orgullo. Porque no era una loba cualquiera. Era su otra mitad. Ella desprendia una fuerza que lo atrae y no dejara que la alejen de el. Y si eso iba contra los ancianos, que así fuera. Se detuvo al pie de la escalinata que conducía a la sala del consejo. Respiró hondo y sonrió para sí mismo con confianza. Iba a enfrentar las consecuencias... pero no iba a esconderse. Encontre a mi pareja destinada por la luna, una hembra llena de fuego y poder como su cabellera encendida, es digna de ser mi poderosa Luna y lucharia por ella. Estaba feliz. ___________________________________________________ La sala del consejo era circular, con muros de piedra antigua marcados por runas lunares. El fuego central ardía con leña de roble blanco, llenando el espacio de luz dorada y humo aromático. En sillas elevadas de madera tallada se sentaban los miembros del consejo, entre ellos el padre de Darien, el Alfa Joldar, y su abuelo Aldrik, el consejero más antiguo. Joldar hablaba animado con dos ancianos de mirada cansada, los últimos representantes vivos de la manada Sombranoche. A su lado, el nuevo miembro del consejo, el beta de Sombranoche, observaba en silencio con una postura respetuosa, pero firme. —Ha sido un éxito inesperado —decía el Alfa—. Más de treinta vínculos despertaron en una sola noche. Los lobos están reviviendo. La sangre está respondiendo. —La sangre... y el caos —gruñó Aldrik, con el ceño fruncido—. Se comportan como animales sin control. Nos costó siglos imponer reglas para que ahora se dejen llevar por la euforia. —Aldrik —intervinió uno de los ancianos—, tú sabes mejor que nadie que los vínculos no se eligen. Se manifiestan. Y nuestro heredero sabe lo que debe hacer. Marcar a su pareja destinada es parte del proceso. —¡Pero él ni siquiera ha llegado! —bramó Aldrik, golpeando el brazo de su silla—. Fue citado al amanecer y ya han pasado más de veinte minutos. En ese momento, la puerta de roble se abrió con un golpe firme. Todos voltearon al mismo tiempo. Darien entró como un vendaval de fuego. Despeinado, satisfecho con los ojos brillando de felicidad, la marca roja e inflamada en su clavícula visible, y una sonrisa orgullosa como si el mundo fuera suyo. —Lamento la demora —dijo con voz firme, sin una pizca de arrepentimiento—. Estaba... ocupado. Un silencio tenso se apoderó de la sala. El abuelo lo miró con dureza, sus ojos viajando rápidamente hasta la mordida visible. Su expresión se endureció. —¿Te han marcado? —preguntó, la voz baja como un trueno contenido. Darien asintió, altivo. —Sí. Y yo la he marcado primero. Es mi pareja destinada. Y la reconozco como tal. El padre de Darien esbozó una sonrisa tensa, pero sincera. —Eso explica la demora... Felicidades, hijo. Que la Luna los bendiga. Algunos miembros del consejo asintieron, otros intercambiaron miradas discretas. Aldrik, sin embargo, apretó los puños sobre sus rodillas. —No es costumbre que una hembra marque al heredero antes de su coronación. —Ni es costumbre que una loba te haga sentir vivo con una sola mirada —replicó Darien, sin apartar la vista de su abuelo. El fuego crepitó en medio del silencio. Y en el rincón más oscuro de la sala, Aldrik se hundió en su asiento, sus ojos brillando con una sombra fría y contenida. Aún no sabía quién era ella. Pero pronto lo sabría. Y nada en su mirada prometía clemencia.