El salón privado era austero, apenas iluminado por antorchas de aceite que proyectaban sombras alargadas sobre las paredes de piedra. La mesa era redonda, de madera envejecida, y los cinco ocupantes tomaron asiento en silencio. Nadie habló durante los primeros segundos. El eco del eclipse aún vibraba en el aire, una tensión muda entre el deseo y el deber.
Darien se sentó con la espalda recta, los ojos fijos en Sareth. Sus nudillos estaban blancos de lo fuerte que apretaba los puños sobre la mesa.
—¿Cómo murió mi padre? —preguntó sin rodeos. Su voz era baja, pero cargada de una furia contenida que no admitía evasivas.
Sareth, sentado frente a él, entrelazó las manos y sostuvo su mirada. Había esperado esa pregunta por meses, y aún así, no era fácil responder.
—Tu padre no murió por atacado por accidente —empezó con voz firme—. Fue emboscado. Una trampa bien organizada... alguien sabía que iba a las Tierras Oscuras.
Los ojos de Darien se entrecerraron.
—¿Quién?
—Todavía no lo sa