Me desperté antes del amanecer, con el corazón latiendo más rápido de lo habitual. La habitación estaba en penumbras, solo un hilo de luz grisácea filtrándose por las cortinas, y Camila dormía a mi lado, su respiración suave y rítmica, su cabello rojo esparcido sobre la almohada.
La observé un momento, sintiendo una oleada de algo que no podía nombrar del todo: gratitud, deseo, esperanza. Habían pasado semanas desde que empezó a vivir aquí, semanas de rutinas compartidas, de almuerzos donde la abrazaba al volver, de noches donde su cuerpo se amoldaba al mío como si hubiéramos sido creados para eso. El acuerdo había sido el catalizador, pero lo que sentíamos ahora iba más allá. Y hoy, quizás, todo cambiaría.
No podía esperar más. Me levanté con cuidado, poniéndome pantalones y una camisa ligera, y salí del ático en silencio. El edificio estaba desierto a esa hora, el ascensor zumbando suavemente mientras bajaba. Tomé el coche y conduje hacia una farmacia en el centro, una de esas que