Estacioné en doble fila, ignorando las bocinas, y subí al tercer piso. La secretaria en recepción levantó la vista, su sonrisa profesional congelándose al verme.
—Bienvenido, señor—dijo—. ¿Tiene cita?
—Dígale a Ruiz que estoy aquí —respondí, mi voz fría, cruzando los brazos—. Leonardo Valdés. Ahora.
Ella dudó, pero llamó por el intercomunicador. Minutos después, la puerta se abrió, y Ruiz salió: un hombre de cincuenta y tantos, cabello gris peinado hacia atrás, gafas gruesas y traje conservador. Me miró con una expresión neutral, evaluadora, como si yo fuera un cliente potencial en lugar de una amenaza.
—Señor Valdés —dijo, extendiendo la mano—. Pase. No esperaba verlo tan pronto.
Entré a su oficina, un espacio ordenado con estanterías de libros legales y un escritorio de madera oscura. Me senté sin invitar, mi mirada fija en él.
—No sabe en lo que se mete —empecé, sin preámbulos, mi voz baja pero afilada como una navaja—. Representa a Camila Torres en una moción ridícula contra mí. C