Me desperté con el sonido del agua corriendo en la ducha, un murmullo constante que se filtraba desde el baño contiguo. Era temprano, o al menos eso parecía por la luz suave que entraba por las rendijas de las cortinas. Parpadeé, desorientada por un segundo, hasta que recordé dónde estaba: en el ático de Leonardo, en su cama enorme con sábanas de hilo egipcio que aún olían a nosotros de la noche anterior. La semana en París había sido un sueño, un paréntesis en la realidad que nos había unido de una manera que no esperaba. Pero ahora, de vuelta en Madrid, la rutina amenazaba con regresar, y con ella, mis dudas.
El agua se detuvo, y oí sus pasos en el baño. Me quedé quieta, fingiendo dormir, con los ojos entreabiertos lo justo para verlo salir. Apareció envuelto en una toalla blanca, el cabello húmedo peinado hacia atrás, gotas de agua resbalando por su pecho definido. Se detuvo frente al espejo del vestidor, y lo observé en silencio, mi respiración contenida. Era un hombre fuerte, con