Estaba sentado en mi oficina de la Torre Cristal, el sol de la tarde filtrándose por las persianas como un intruso no deseado.
El escritorio de caoba parecía un campo de batalla: papeles esparcidos con proyecciones del deal de Tokyo Tech, una taza de café frío a medio beber, y mi teléfono silencioso desde la mañana.
Cuando más trabajo tenía, mi mente solía recurrir a ella, como una manera de escape, o antes era eso, un lugar cálido al cual recurrir cuando la vida laboral intentaba ahogarme, pero ahora recurrir a pensar en ella era un dolor de cabeza más grande que el de los propios documentos aquí.
Un par de horas después supe lo inevitable, ella ya no estaba en casa.
Quería apelar a su cordura, pero Camila había perdido eso con el embarazo, no quedaba rastro de la mujer que era, de la mujer que fue, esa mujer de la que me enamoré.
Nada. No quedaba nada.
¿Cómo era posible? ¿Cómo es que ni una charla de dos minutos podíamos tener?
¿Cómo demonios es que ella cree que saldrá de casa y es