El juego de Claudia
La ausencia de los trillizos, secuestrados por Mateo, era un abismo que consumía a Sophie desde adentro. El departamento, otrora lleno de risas infantiles, se sentía como una prisión silenciosa, vigilada por cámaras que parpadeaban desde cada rincón y dos guardaespaldas que no la dejaban ni respirar sin permiso.
Estaba al borde del colapso cuando un mensaje de texto brilló en la pantalla del celular desechable escondido en su bolso:
“Tengo lo que necesitas para hundir a Mateo. Reúnete conmigo en el café de Portobello Road. Mediodía.”
—Claudia.
El nombre aún le sabía a veneno, pero esa chispa de esperanza bastó para empujarla fuera del encierro. Sophie se vistió con discreción, recogió el móvil y cruzó el umbral bajo la mirada impasible de los hombres de Mateo, que la siguieron como sombras silenciosas.
En el café, Claudia ya la esperaba, sentada en una mesa apartada, con su atuendo gris de penitente profesional y una sonrisa tan dulce que empalagaba. Sobre la mesa