El altavoz de la patrulla volvió a crepitar, rompiendo el silencio espeso como si desgarrara la piel misma del momento.
—Juliana, suelta el arma y deja salir a los niños. No tienes a dónde ir —la voz del negociador era firme, aunque cargada con esa paciencia tensa que nace cuando el tiempo y la vida de inocentes se están agotando.
Dentro del coche, el aire era sofocante, espeso como un puño invisible. Juliana no respondió. Su dedo jugueteaba cerca del gatillo, apenas rozándolo, como quien acaricia un secreto prohibido. Su mirada estaba anclada en Sophie, tan fija y obsesiva que parecía borrar del mundo a policías, sirenas y testigos. El sudor le corría por las sienes, resbalando hasta su cuello, pero no era el calor lo que la consumía: era la locura latiendo con cada pulso, desbordándosele por la piel.
Sophie dio un paso más allá de la línea que los oficiales habían marcado en el asfalto.
—¡Sophie! —la voz de Logan fue un rugido grave, un grito de advertencia y súplica entremezcladas,