La luz del hospital era fría, deslumbrante y despiadada. Sophie estaba sentada en la camilla, con la espalda recta y los brazos cruzados sobre el abdomen como si pudiera proteger sus secretos con las manos. El médico le vendaba la herida de la frente con movimientos precisos, casi robóticos.El accidente había sido estremecedor, pero milagrosamente, solo tenía una leve conmoción cerebral y algunos rasguños superficiales. Lo más importante: los bebés estaban bien.—Necesitas descansar —dijo el médico con tono profesional mientras ajustaba la venda—. Y por favor, no conduzcas durante unos días. Tu cuerpo necesita tiempo, y también tu mente.Sophie asintió, pero sus ojos seguían ausentes. Ni una palabra. No escuchaba. Su mente era un torbellino: Logan, el rechazo, la curva, el impacto, el miedo. Todo giraba sin control, y las palabras del médico se perdían en la lejanía, como el eco de una conversación ajena.Una vez firmó los papeles del alta, salió del hospital sola. La brisa nocturna
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