El aire en la manada de Tierra era espeso, cargado de tensión y murmullos silenciosos entre todos. Sebastián descendió de su caballo con movimientos calculados. Su armadura aún relucía, pero las sombras en su rostro hablaban de días sin descanso. Lo flanqueaban dos de sus betas más leales, pero ni siquiera su presencia servía para aplacar la sensación de que estaban siendo observados desde cada rincón. Su lobo estaba apaciguado, saber que no se deshizo del recuerdo de su unión afianzó su confianza con él. Se sentía fortalecido por su energía vibrante, Zeque tenía ganas de desgarrar algunas gargantas por dejar a su gente sin comida. Los guerreros de Tierra lo escoltaron en silencio hasta la Sala de Audiencias, una estructura tallada directamente en la piedra de una montaña baja, con columnas de raíces vivas que crujían levemente al pasar. Siempre había sentido que en la manada de Tierra todo parecía estar vivo, era espeluznante. Allí lo esperaba el alfa Tauriel, un hombre de piel
Tenía que arreglar la situación a como diera lugar. —Se equivoca, me temo que tiene una idea errónea de nuestra posición en estos momentos. Nosotros no somos el enemigo —dijo con voz cortante. Y era verdad, él vivía su vida en paz. Si no había podido darles orbes de luz era por la maldición de su Diosa, y las armas salían débiles por las ramas igual de frágiles. ¿Por qué carajos parecía que todo era una especie de karma por lo que sucedió con su mate? —Yo me remito a las pruebas, y mi gente también. Todos asintieron a las palabras de Tauriel. —Si no pueden darnos orbes de luz ni armas, ¿cómo podemos seguir negociando con ustedes? —le pregunto con una ceja alzada. Pero su lobo, Zeque, no prestaba atención a la política. «Está cerca», su voz rugía en el pecho de Sebastián. «La siento. El alma de… la loba… ¡Dayleen!», exclamó con un jublo inexplicable. Parecía un cachorrito bailando en círculos en su interior de pura felicidad ante la idea de estar cerca de su alma gemela.
Dayleen caminaba por uno de los pasillos bajos de piedra caliza, donde la humedad escurría por las paredes y el olor a tierra lo invadía todo. La ciudadela subterránea era silenciosa la mayor parte del tiempo en la periferia, todo el bullicio se concentraba en el centro. La actividad "especial" de la manada de Tierra se concentraba en las zonas altas de la cueva, pero ella no tenía permiso de subir. Annika le dijo que ahí es donde cultivaban las hierbas mágicas y era un privilegio poder verlo. Respiro hondo cuando su amiga la empujó a seguir caminando. —Date prisa, no tengas miedo. Los dejaré para que hablen a solas, seguro tendrás muchas cosas que preguntarle —le susurró su prima con una sonrisa y se regresó al centro de la cueva. Se detuvo al ver a un hombre mayor sentado en un banco de madera. Era robusto, tenía cicatrices en el rostro y un bastón metálico apoyado a su lado. Sus ojos, oscuros y pequeños, la escudriñaron con atención, como si ya supiera quién era. —Dayleen Mc
En la manada de Agua, Xavier había regresado en silencio. Los guerreros saludaron con respeto cuando cruzó la plaza principal. Entró en su casa sin decir palabra. Estaba agotado. Pero no físicamente. Era otra clase de peso. Tres de sus concubinas lo esperaban en el cuarto central, uno no tenía nada de ropa encima. Todos sabían que en días así necesitaba paz. Las visitas a la frontera lo dejaban muy tenso, porque técnicamente era como tensar una cuerda y esperar que nadie dispare la flecha. Y ellas creían que esa tensión podía aliviarse de forma simple. —¿Quieres relajarte, Alfa? —dijo una, sentándose a su lado y desatando el nudo de su cinturón. —Te extrañamos —añadió otra, subiendo su túnica hasta mostrar sus piernas inmaculadas. Las tres eran muy hermosas, no las habría escogido si no fuera así. Le gustaba como Renee arqueaba el cuerpo cuando la hacía suya, o a Lyra y su delicada espalda cuando la tomaba por detrás... por no hablar de las hermosas piernas cremosas de Nür. Pe
Un día después, seguían intentando negociar ambas manadas para el beneficio de ambas. Pero ninguna daba su brazo a torcer, el batallón de Sebastián aguardaba afuera para recibir sus indicaciones.Y cuando estaban hablando sobre las cantidades que necesitaban para reabastecerse de carne... algo pasó.En el subsuelo de la manada de Tierra, el sonido cambió. Un crujido recorrió las paredes. Las piedras vibraron. El escudo protector emitió un zumbido bajo, parpadeo un par de veces con agonía y finalmente murió. Se extinguió como si hubiera sido drenado por completo.Todos vieron como el escudo se hacía tangible, y una masa oscura se derretía contra el suelo. Toda la cúpula que solía ser su escudo protector, ahora era una burbuja negra llena de peste, parecía enferma y marchita.Se quedaron boquiabiertos mirando el horroroso espectáculo. Nunca, nunca le había pasado nada a su escudo. Procuraban reforzarlo siempre con las hojas y la sangre fresca de la manada, era un escudo prácticamente vi
Dayleen se sentía extraña desde que abrió los ojos. Su cuerpo estaba caliente, como si la fiebre comenzara a recorrerle los huesos. Pero no era como una enfermedad común. Era algo más… interno. Su loba estaba inquieta, gruñía en su mente de forma errática, jadeante. «Lo necesito...» Su voz se escuchaba entrecortada. Ansiosa. Nunca antes había sido así. «Zeque...» Dayleen se quedó inmóvil. Sintió que el corazón le daba un vuelco. ¿Había dicho el nombre del lobo de Sebastián? No, no… no podía ser. Ese vínculo había sido mancillado. Ya estaba casi roto. «No está roto. Está dormido», corrigió su loba con un gruñido. La energía la empujó hacia el suelo. Se llevó las manos al pecho, respirando con dificultad. El calor se concentraba en su hombro izquierdo, y un hormigueo extraño subía por su cuello. Se quitó la blusa con rapidez y lo vio: el tatuaje en forma de media luna que alguna vez creyó una marca sin sentido… brillaba. Brillaba como si hubiera estado esperando despertar.
En la superficie, el caos se mantenía. La loba que había osado darle un golpe fue llevada a recibir cinco latigazos por su agresión. Aria se había acomodado en una silla como si le perteneciera, actuaba con una natural espeluznante. —Yo no rompí el escudo —dijo sin inmutarse—. Fue un soldado de Agua. Vino a advertirnos de un ataque y murió al hacerlo. La magia del río contaminó la barrera. Era una pequeña mentira, pero serviría a su propósito: hacer que se peleen entre ellos. Si lograba hacer que se dividieran en lugar de unirse, todo estaría bien. —¿Y por qué tú fuiste la única que lo vio? —rugió Jonas—. ¿Nos crees tan estúpidos? La gente de Fuego siempre subestimándonos —¿Acaso crees que tengo tiempo para romper escudos? Estoy aquí para ayudarte. Solo soy una Luna recién nombrada, mi poder no escala a tanto. ¿No te parece? Te estás volviendo loco solo por una pequeña mujer como yo que a duras penas logró seguirle el paso a su pareja para llegar a esta audiencia. Jonas cru
Pensaba que Fernando estaría enojado luego de que la noche anterior hubiera rechazado entregarse a él por primera vez, pero en cambio le pediría matrimonio. Alexandra miró con alegría la sortija de matrimonio que había encontrado guardado en una pequeña cajita de terciopelo en el cajón de su novio. Tenía incrustado un diamante grande y brillante. «¡Me pedirá ser su esposa!», exclamó dentro de sí. Poco importó que no fuera exactamente como lo había imaginado, solo con saber que la quería para la eternidad era suficiente. Así que la guardó con sumo cuidado y salió de la habitación para darse una ducha. Minutos después salió del baño envuelta en una toalla, vió a su novio terminando de arreglarse la corbata para irse al trabajo. —Ya me voy, cariño. No me esperes despierta —se despidió Fernando sin mirarla. Pensó que quizás no quería levantar sospechas y por ello no le dió siquiera un beso de despedida. —¡Adiós, mi amor! —gritó tras de él, pero solo recibió el azote de la pu