El silencio de la cabaña era espeso, casi tan sofocante como las cuerdas que le apretaban las muñecas. Lautaro mantenía la mirada fija en el suelo de madera astillada, evitando cruzar los ojos con la Rusa, que lo observaba desde la penumbra con esa sonrisa torcida que lo ponía enfermo.
El dolor en sus brazos y en el rostro por los golpes no era lo que lo preocupaba. Él había aprendido a resistir, a soportar el dolor físico. Lo que lo mantenía despierto, con el corazón golpeándole en el pecho como un tambor desbocado, era otra cosa: el miedo.
Pero no miedo por sí mismo.
No miedo a morir.
El miedo era por ellas.
Jenifer, su novia, la chica que había creído en él incluso cuando todos lo daban por perdido. Erica, con ese cariño silencioso, tan fuerte y peligroso a la vez, que lo acompañaba incluso desde la distancia. Su tía Gabriela, que había sido como una madre para él, que lo había cuidado desde siempre y que nunca dejó de confiar en su capacidad de salir adelante.
Y también estaban Ag