La tarde caía sobre Buenos Aires y el aire pesado de verano parecía volverse aún más sofocante dentro de la casa de Gabriela. El reloj marcaba más de tres horas desde la hora en que Lautaro debía haber llegado, y la ausencia de noticias comenzaba a convertirse en un silencio insoportable.
Gabriela se pasaba las manos por el cabello, caminando de un lado al otro del living, mientras Jenifer estaba sentada en el sillón con el celular apretado entre sus manos, revisando cada notificación, cada mensaje que pudiera darles una pista. Erica, en cambio, se encontraba de pie junto a la ventana, con la mirada perdida en la calle oscura, como si esperara que en cualquier momento Lautaro apareciera doblando la esquina.
—No puede ser… algo pasó —dijo Gabriela finalmente, rompiendo el silencio—. Lautaro no es de desaparecer así. Tenía que llamarnos apenas llegara.
Jenifer apretó los labios y bajó la mirada. Sentía que algo se quebraba dentro de ella, una punzada de miedo que no lograba contener.
—Y