Lautaro estaba tranquilo. Luego de la conferencia de prensa, había vuelto al hotel, agotado pero en paz. Se había duchado, cenado algo liviano con Tiago, y estaba recostado en la cama, mirando el techo, cuando un mensaje de voz de Ludmila lo hizo sonreír. Eran tiempos de euforia, de sueños que empezaban a tomar forma. Pero al otro lado de la ciudad, las sombras ya comenzaban a moverse.
La Rusa, encerrada en un calabozo especial de la policía federal argentina, aguardaba sentada, con las manos atadas y la mirada perdida en una sonrisa apenas disimulada. Había algo en su rostro que inquietaba a todos. No parecía temer. Al contrario, parecía disfrutarlo.
—Tenemos todo listo —dijo el inspector Ramírez a sus hombres—. Mañana la trasladamos a Ezeiza. Desde allí volará a Buenos Aires, y será entregada a Interpol. Se acabó.
Pero mientras daba esas órdenes, no sabía que dos de sus hombres de confianza, los oficiales Leguizamón y Corbalán, no respondían a la ley… sino a La Rusa.
En Lima, Agusti