El silencio era espeso, tan espeso que se podía cortar con un cuchillo. El galpón abandonado en las afueras de Lima tenía un aire decadente, sus paredes húmedas y descascaradas, las luces colgando con un parpadeo errático que parecía anunciar lo que estaba por venir. Lautaro caminaba en silencio, sus pasos amortiguados por el polvo acumulado en el suelo. A su lado, Tiago mantenía el cuerpo tenso, como un resorte a punto de saltar, y detrás de ambos, Ludmila sostenía su celular con firmeza mientras escribía el último mensaje para su padre, un oficial de inteligencia que ya estaba coordinando la operación desde el otro lado.
—No hagan ruido —susurró Lautaro, su voz apenas un murmullo.
El corazón se le aceleró al ver, entre cajas y bidones vacíos, una silueta conocida. El cabello revuelto, la ropa sucia y la piel con moretones visibles. Era Agustina. Estaba atada de pies y manos, con cinta en la boca. Sus ojos se abrieron con fuerza al verlos, y un sollozo se le escapó, amortiguado por e