En Argentina, la mañana había comenzado con un ritmo frenético. Patrulleros y camionetas policiales se movían como enjambres en los alrededores, mientras el jefe del operativo, el comisario, revisaba una y otra vez los mapas y las órdenes de captura.
—Hoy termina esto, ¿me escucharon? —dijo con voz grave, dirigiéndose a su equipo reunido en círculo dentro del destacamento.
—Sí, señor —respondieron todos al unísono.
Desde hacía semanas, las fuerzas policiales habían trabajado sin descanso para encontrar el lugar exacto donde se ocultaba la Rusa. Sus informantes finalmente habían logrado ubicar una casona en las afueras de la ciudad, cerca de un viejo depósito ferroviario abandonado. Allí, según los datos, ella planificaba sus movimientos con un pequeño círculo de leales.
Mientras tanto, en la casa de Gabriela, el ambiente era un mar de nervios. Jenifer y Erica desayunaban apenas, sin demasiado apetito. Los noticieros locales transmitían en cadena sobre el gran operativo que estaba a pu