Los días habían pasado como en cámara lenta para Lautaro. Cada mañana despertaba con un solo objetivo: ir al hospital. Estaba ahí antes del almuerzo, y si lo dejaban, se quedaba hasta el anochecer. Jenifer ya podía sentarse, hablar un poco más, y sonreír. Esa sonrisa era su recompensa diaria. A veces solo se tomaban de la mano y no decían nada. No hacía falta.
El cuarto día desde el accidente amaneció distinto. No solo porque era día de partido, sino porque Lautaro sabía que hoy podía ser el día en que ella volviera a casa. Y su intuición no falló.
A las 10:24 de la mañana, el teléfono vibró en su bolsillo. Sacó el celular con manos temblorosas. Era ella.
—Me dieron el alta, Lauti. Estoy bien. Hoy voy a estar ahí, viéndote. No me lo iba a perder por nada.
Lautaro se quedó quieto unos segundos mirando la pantalla. Le costaba creerlo. Se le dibujó una sonrisa enorme en la cara, una de esas que se sienten hasta en el pecho. Respondió con un "Te espero" y un corazón. Después, se sentó en