Tiago estaba sentado en el sillón del living, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada. La transmisión del partido se veía en la pantalla grande del comedor, con el logo de la escuela en una esquina. Al principio, apenas miraba. Se hacía el desinteresado, pero cada vez que Lautaro tocaba la pelota, la tensión en su cuerpo crecía.
Sus padres estaban allí también. Su madre tomaba mate, en silencio, mientras su padre se inclinaba hacia adelante, sin disimular la expectativa. El ambiente era espeso, una mezcla de nervios y algo más profundo: un presentimiento.
El gol llegó como una trompada al pecho. El pase de Lautaro fue una obra de arte, un pase que solo alguien con visión y corazón podía dar. Gastón definió cruzado, y la red se infló. El relato estalló.
—¡GOOOOL! ¡GOLAZO! —gritaba el comentarista desde la tele— ¡Asistencia de Lautaro, el número 17!
En la casa, el padre se paró de un salto.
—¡Sí nene! ¡Eso es talento! ¡Eso es sangre! —gritó, golpeándose el pecho como si él mismo