Ethan, un veterinario con un don para sanar animales, se muda a un pequeño pueblo huyendo del rechazo de su padre. Su vida cambia completamente luego de salvar a un lobo herido y descubrir el terrible secreto que guardan los alrededores del pueblo y la casa abandonada junto a la que vive. Darían, líder de su manada y marcado por un pasado traumático lucha por mantener su autoridad como Alpha. Condenados a una conexión emocional se sumergen en una historia de amores prohibidos, donde la lucha entre el deber y el deseo, la aceptación del yo auténtico y un romance tan peligroso como la noche, te hacen cuestionar: ¿ hasta dónde llegarías por quién despierta a la bestia que llevas dentro?
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El sol apenas comenzaba a asomarse cuando pasé junto al cartel oxidado que decía "Bienvenidos a Pine Hollow". Las montañas rodeaban el pueblo como brazos viejos y cansados, y el aire olía a pino y tierra mojada. Apreté el volante con fuerza, tratando de ahogar el eco de las palabras de mi padre en mi cabeza: "No quiero un hijo roto". Las palabras seguían clavándose en mi pecho, afiladas como el día en que las escuché. Pero aquí, en este rincón olvidado del mapa, nadie sabría que Ethan Cole era el chico que había roto la tradición familiar sólo por ser él mismo. Había decidido mudarme para alejarme de todo, corriendo con la suerte de encontrarme una vieja y pequeña clínica veterinaria en renta. La clínica veterinaria era un edificio de madera desgastada, con una pintura azul que se descascaraba como si fuera piel quemada. Pero para mí, era perfecta. Aquí no habría gritos, solo animales que necesitaban ayuda. Y yo, aunque me dolía aceptarlo, necesitaba sentirme útil. Al lado, separada por una cerca medio podrida, estaba esa casa. La llamaban "la residencia Vrykolakas", según el contrato de alquiler. Sus ventanas rotas parecían cicatrices, y las enredaderas trepaban por las paredes como venas verdes intentando aplastarla. Me estremecí. No era el lugar más acogedor, pero el alquiler era barato, y necesitaba empezar de cero. O al menos, fingir que podía hacerlo. Ese día que llegué a la clínica empezó con un susto. Al abrir la puerta, una bandada de golondrinas salió volando del techo, asustadas por el chirrido de las bisagras oxidadas. El interior era muy pequeño: una sala de espera con dos sillas de plástico, un mostrador lleno de polvo y una puerta que llevaba al quirófano. Las paredes estaban decoradas con carteles de perros sonrientes y gatos jugando con ovillos, pero el aire olía a desinfectante mezclado con moho. Respiré hondo. Esto es mío, me dije, aunque sonaba más a un mantra para calmarme que como una verdad. Recuerdo que mi primer cliente, después de mudarme y de darle un aspecto medio decente a la clínica, fue la señora Margot. Era una mujer de pelo canoso y manos temblorosas que cargaba una caja de cartón. Dentro, un gato blanco con el pelaje manchado de sangre seca se encogía como una bola de miedo. —Lo encontré en el bosque — me dijo con voz quebrada—. Creo que algún animal lo atacó… El gato gruñó cuando me acerqué, pero extendí la mano despacio, tal como me enseñó la veterinaria del refugio donde trabajé luego de graduarme. "Los animales sienten el miedo, Ethan. Si tiemblas, ellos temblarán contigo". Dejé que olfateara mis dedos, hablando suavemente: —Tranquilo, pequeño. Solo quiero ayudarte. Sus ojos dorados se fijaron en los míos, y por un momento, sentí que entendía cada una de mis palabra. Lo levanté con cuidado, sintiendo sus costillas bajo el pelaje enmarañado. La herida en su lomo era profunda, pero no mortal. Clavos de algún tractor, pensé, aunque la forma de los cortes no encajaba del todo… Parecían más bien garras. —¿Ha habido más casos así? —pregunté mientras limpiaba la herida con solución salina. La señora Margot se mordió el labio. —Desde hace meses… Perros, gatos, incluso una cabra la semana pasada. Todos con heridas extrañas. El veterinario anterior dijo que eran coyotes, pero… —bajó la voz—, los coyotes no dejan marcas como esas. El gato maulló débilmente, y sin pensarlo, le acaricié la cabeza con el dorso de la mano. Al instante, dejó de temblar. La señora Margot abrió los ojos como platos. —¡Vaya talento que tiene, joven! Me sonrojé. No era un "talento". Era práctica. Pasé años curando animales en refugios, escondiéndome entre las jaulas para evitar las miradas de desprecio de mi padre cada vez que volvía a casa oliendo a desinfectante y pelo de perro. "Los animales no te devolverán el amor normal, Ethan", solía decirme. Pero él no entendía: ellos nunca me pidieron que cambiara. El resto de la mañana se fue entre vacunas para cachorros y un perro cojo que había pisado un cristal. Cada animal que entraba por la puerta me daba una excusa para no pensar en la casa abandonada, en esos aullidos que empezaban al anochecer y que había escuchado desde mi primera noche en el pueblo. Hasta que llegó él: un pastor alemán llamado Thor, con una pata infectada y ojos que brillaban con fiebre. —Se enredó en una trampa de caza —me contó el dueño, un hombre con overol y botas embarradas—. Las pusieron cerca del bosque, dicen que por los lobos. La palabra me hizo fruncir el ceño. —¿Lobos? Tengo entendido que aquí no hay lobos. El hombre se encogió de hombros. —Algo anda suelto, eso es seguro. Mientras curaba a Thor, noté marcas en su cuello: cuatro líneas paralelas, como grandes arañazos. Demasiado grandes para un coyote. Demasiado precisas para un oso. El perro lamió mi mano en señal de agradecimiento, y por un momento, logré olvidar la inquietud. Al caer la tarde, me senté en los escalones de la clínica, con una taza de café frío y el sonido de los grillos de fondo. Desde ahí, la casa abandonada se veía mucho más siniestra. Las tablas de la cerca colgaban como dientes rotos, y el viento silbaba a través de las ventanas, creando un lamento fantasmal. Me levanté, impulsado por esa curiosidad que siempre me metía en líos, y me acerqué un poco más para ver detalles: huellas en el barro, más grandes que las de cualquier perro, y ramas rotas a la altura del pecho de un hombre. —¿Qué pasó aquí? —murmuré, tocando una de las marcas con la punta del zapato. Un gruñido bajo, que sonaba como un motor averiado, resonó desde dentro de la casa. Me quedé paralizado. El sonido era primitivo, visceral, y se metía por mis huesos como electricidad. Di un paso atrás, pero de repente vi algo brillar en la ventana del segundo piso: dos puntos morados, brillantes como gemas malditas. Era un lobo. Negro como la medianoche, con el pelaje erizado y esos ojos que no parpadeaban. Nos miramos durante lo que sintió como una eternidad, hasta que un coche pasó por la calle y al regresar mi mirada el animal desapareció. Corrí de vuelta a la clínica, con el corazón a mil por hora. ¿Aluciné? ¿Era el cansancio? Pero mis manos temblaban como las del gato que había curado horas antes. Esa noche, los aullidos comenzaron de nuevo. Más fuertes, más cercanos. Me asomé por la ventana del cuarto que improvisé sobre la clínica, con una linterna en la mano. La luna bañaba la casa abandonada con un brillo plateado, y entre las sombras, juré haber visto movimiento. Algo grande, ágil, que se deslizaba entre los árboles. —¿Estás ahí? —susurré, sin entender por qué hablaba en voz alta. La respuesta fue un rugido que hizo vibrar los vidrios. Lo sentí en el pecho, en los dientes, en esa parte oscura de mi mente que aún cree en los cuentos de hadas sangrientos. Quise salir corriendo, esconderme, pero mis pies parecían estar pegados al suelo. Entonces, entre los arbustos, esa silueta apareció de nuevo. El lobo negro avanzó hasta quedar iluminado por la luz de la luna, y levantó la cabeza para mirarme de frente. Sus ojos morados brillaban con inteligencia… y algo más. Rabia. Dolor. Soledad. —¿Qué eres? —murmuré, aunque ya tenía la respuesta. No era solo un animal. Era una advertencia. Me acosté, con el sonido de mis propios latidos como una extraña canción de cuna. Soñé con mi padre. Soñé que me gritaba mientras yo intentaba curar las heridas de un perro. Al despertar, el amanecer vestía el cielo de rosa, y la casa abandonada estaba en completo silencio. Pero en el suelo, junto a mi ventana, había una marca de barro en forma de pata. Tan grande que podría cubrir mi cara con ella. Sonreí, amargamente. —Bienvenido a Pine Hollow, Ethan —dije en voz alta, preparando otra taza de café—. Aquí hasta los monstruos tienen sus cicatrices.DarianEl rugido salió de mis entrañas antes de poder contenerlo.—¡Lysandra! —pero ya era tarde. La chamán tenía el cuenco de barro bajo la mano de Ethan, recogiendo cada gota de ese líquido dorado que no debería existir.—Sangre de sus adoradores —declaró ella, y el mundo se detuvo. Observé cómo la sangre de Ethan giraba en espirales que dibujaban raíces en el aire. Mis propias cicatrices ardieron, como si el nombre de esos espíritus malditos activara algo en mi carne—. Tus ancestros pactaron con los antiguos, por eso no es raro que tengas cierta afinidad con los animales —masculló Lysandra, clavándome una mirada que sabía demasiado—. No es un don, Alpha. Es una maldición heredada.El cuenco estalló entre sus manos antes de que pudiera reaccionar. Gotas doradas se transformaron en mariposas de luz, y por un instante absurdo, recordé las historias que mi abuelo contaba junto al fuego: "Los Hijos de los espíritus caminan entre bestias y lunas". Agarré a Ethan por la muñeca, examinando
EthanLa luz se arremolinó alrededor de mis dedos, cálida y viva, antes de hundirse en mis venas. Sentí el flujo de algo más que sangre: memorias de siglos, rugidos de lobos bajo lunas olvidadas, el peso de una corona que no era mía. Y en medio del torbellino, él. Darian. Su esencia, su fuerza, su terquedad maldita entrelazándose con la mía.—Ethan... —Su voz surgió dentro de mi mente, clara y cercana, como si no hubiera estado al borde de la muerte segundos antes—. Suéltame.—No —respondí en voz alta, aferrándome a su pecho—. No otra vez.La luz se intensificó, inundando la habitación. Las heridas de Darian comenzaron a cerrarse, las magulladuras palideciendo, el ritmo de su respiración se profundizó. El veneno retrocedió, expulsado en un jadeo áspero que escapó de sus labios.—¿Qué demonios...? —murmuró Darian, abriendo los ojos.Sus pupilas ya no estaban dilatadas por el veneno. Brillaban con ese tono violeta que me hipnotizó desde la primera noche, pero ahora teñidas de oro en los
EthanEl primer gruñido retumbó como un trueno dentro de mis huesos. El aire se llenó de un calor animal, de ese olor a bosque después de la lluvia que siempre llevaba Darian pegado a la piel. Pero esta vez venía mezclado con furia, con peligro. Y con miedo.Los cazadores se movieron como avispas perturbadas. El hombre más joven, el de la barba rala y los ojos inyectados en sangre, levantó su ballesta hacia la puerta trasera. La mujer del chaleco táctico —Lena, la habían llamado— sacó un machete del cinturón, sonriendo con esos dientes demasiado blancos, demasiado afilados.—¡Corten al lobo primero! —ordenó—. ¡Al humano lo mantenemos vivo hasta que se rompa!Sentí el filo de su mirada clavárseme en el pecho. Las cuerdas que me ataban a la silla de metal ardían contra mis muñecas, pero el dolor era nada comparado con la culpa. No deberías haber venido, Darian.La puerta estalló en astillas.Él irrumpió como una tormenta hecha de dientes y músculo. En forma de lobo, era una masa negra d
Darian El vínculo llevaba horas latiendo como un segundo corazón enfermo, retorciéndose en mi pecho con cada minuto que Ethan permanecía desaparecido. Corría entre los árboles, transformado en una sombra de pelaje negro y ojos morados incandescentes, dejando atrás a los lobos de la manada que intentaban seguirme el ritmo. Demasiado lentos. Demasiado prudentes.Ya no podía permitirme la prudencia. Había comenzado en la clínica. El olor a sangre fresca me golpeó antes de cruzar el umbral. Sangre humana. Ethan. Recuperé mi forma humana con un chasquido de huesos, y entré en la estancia. El local estaba destrozado: frascos rotos, carteles desgarrados. Había ido a buscarlo para disculparme, me había equivocado al tratarlo así, y el dolor en el pecho se hacía cada vez más insoportable. En el piso superior, la habitación de Ethan estaba peor. El colchón había sido reventado, las sábanas manchadas de una sustancia que reconocí al momento. El veneno de los cazadores. Y en la pared, clavada c
Ethan—¿La verdad? —preguntó. El olor a whisky salió a ráfagas de la cabaña, mezclándose con el moho de las paredes.Entré sin invitación. La habitación era un reflejo distorsionado de mi infancia: el mismo sofá raído donde me leían cuentos, ahora cubierto de botellas vacías.—¿Cuándo te uniste a ellos? —pregunté, quitándole una botella de las manos. Él no se resistió—. ¿Antes de que mamá muriera? ¿Después?Gregory se dejó caer en el sofá, alcanzando otra botella medio vacía de whisky. Bebió un trago largo antes de responder:—Ellos me encontraron después de... del accidente. Me dijeron que podía hacer algo bueno. Que podía vengar a Clara.El nombre de mi madre en sus labios fue la cerilla que encendió la pólvora.—¡Vengarla de qué! —grité, arrojando la botella contra la pared. Los cristales estallaron al impactar—. ¡Ella murió atropellada por un camión! ¡Eso me dijiste!—¡Eso te hice creer! —rugió, levantándose con una furia que no le conocía. Sus manos me agarraron de los hombros—.
EthanLas palabras de Silas resonaban en mi cabeza como un eco envenenado.`` Gregory fue uno de los nuestros. Después de que tu madre muriera...´´ El aire de la cueva, cargado de humo y sangre seca, de repente me asfixiaba. Sin pensar, giré sobre mis talones y salí corriendo, esquivando a los lobos que gruñían en la entrada.El bosque nocturno era un laberinto de sombras. Las ramas me arañaban los brazos, las raíces intentaban enredarse en mis pies, pero seguí adelante, impulsado por una necesidad visceral de escapar. De él. De mí. De la verdad que ahora pesaba más que cualquier trampa de plata.El vínculo vibró en mi pecho, una cuerda tensa que me jalaba hacia atrás, hacia Darian. Pero lo ahogué, apretando los puños. No quería sentir su rabia, su preocupación, su compasión. No ahora.Al llegar a la clínica abrí la puerta de un golpe, haciendo crujir las bisagras oxidadas. El olor a antiséptico y alpiste me envolvió, familiar, pero hoy no calmó nada. Me desplomé contra el mostrador, j
Último capítulo