Era curioso cómo el aroma de las rosas podía volverse tan irritante cuando no venía acompañado de una nota manuscrita, o un “te pienso” al amanecer. Aquella mañana las flores estaban allí, en su salón privado del club ecuestre, hermosas, carmesí, frescas. Y sin alma. Igual que ella.
—¿Sabes qué tienen en común estas rosas conmigo? —le susurró Luciana al florista mientras lo despedía con una sonrisa glacial— Que ambas sangramos si nos tocan donde no deben.
En su móvil, una notificación captó su atención. Valeria Ríos, jefa de cirugía pediátrica en el hospital de élite. Su hospital. El mismo donde debía haber trabajado ella, de no haber seguido el maldito camino de su hermana, la mártir Camila fue fue estúpida hasta para morirse.
Pero ella, Luciana, era todo lo contrario. Inteligente. Visionaria. Paciente. Y estaba harta de esperar.
Había jurado proteger a Clara. Y a Thiago. Incluso si eso significaba salvarlo de sí mismo. Porque esa cirujana, con su lengua afilada y rostro de virgen sa