El amanecer entró tibio por los ventanales del hospital, pero en la UCI el tiempo no tenía temperatura. Valeria se puso la bata verde, se desinfectó las manos y empujó la puerta con el hombro. Mateo dormía pegado a su pecho en una manta ligera. Las máquinas recibieron a madre e hijo con ese concierto de pitidos que ya conocía: ritmo, presión, oxígeno. En la cama, Thiago parecía más pequeño, atravesado por líneas y tubos; la piel pálida, la respiración asistida.
—Buenos días, amor —susurró ella, acercando una silla—. Mateo vino a verte. ¿Lo sientes? Estamos aquí.
Le tomó la mano con cuidado, evitando la vía. El tacto estaba frío, pero vivo. El bebé, como si reconociera un olor antiguo, se movió y soltó un quejido breve. Valeria sonrió con los ojos húmedos.
—Resiste. Hoy solo tienes que hacer eso: resistir.
A pocos kilómetros, en la comisaría de Masuria, una mesa de metal dividía a la Dra. Rubio. Ella estaba impecable pese a las esposas: el moño firme, la mirada afilada. Él, cansado, co