Valeria nunca había pisado una de las oficinas ejecutivas de la torre Moretti. Y si tenía que hacerlo, que fuera por una buena razón.
—No te metas con mi trabajo otra vez —murmuró entre dientes mientras el ascensor subía—. Ni delante de mi equipo ni en el baño, ni en el quirófano, ni en la cola de la cafetería. ¿Estamos? El ascensor se detuvo con un sonido elegante. El piso ejecutivo se abría como una pasarela de cristal y mármol, silenciosa, refinada… excesiva. Un asistente intentó detenerla. —¿Tiene cita con el señor Moretti? —No intentes detenerme. Tengo el ego herido por sus comentarios. ¿Eso cuenta? Y sin esperar más, empujó la puerta de doble hoja de la oficina principal. Y entonces… lo vio. La oficina era inmensa. Cristales del piso al techo con vista al cielo de Madrid. Un escritorio de ébano pulido. Arte moderno colgado en las paredes. Sillas que parecían que costaban más que su salario de seis meses. Thiago estaba de espaldas, en una llamada vestía una camisa blanca remangada y sin saco, su otra mano se encontraba en el bolsillo de su pantalón. Se giró, y frunció el ceño sorprendido al verla. —¿Qué haces aquí? ¿Carla esta bien? —Ella sí, yo no. Vine a decirte que si tienes algo que cuestionar sobre mi trabajo, lo hagas conmigo, de manera civilizada. Pero no delante de mi equipo, ni como si yo fuera una pasante que ganó su puesto por caridad. —¿Y decidiste hacerlo irrumpiendo en mi oficina? —¿Hay otra manera que te impacte más? Sus ojos se encontraron. No había ni rastro de cortesía. Solo tensión. El aire podía encenderse. —¿Crees que porque Clara te llama “mami”, ya puedes irrumpir como reina en cualquier lugar? —espetó él, avanzando con calma depredadora. —Creo que porque te salvé a tu hija, al menos merezco que no pongas en duda cada decisión médica que tomo. Él se detuvo frente a ella. Muy cerca. —Eres arrogante. —Y tú un bastardo mal agradecido. —Te crees invencible, ¿verdad? —No, pero sí soy mejor que tú conteniendo mis impulsos —respondió ella… justo antes de que él la empujara contra la pared con una sola mano. Sus bocas estaban a centímetros. El silencio pesaba. Las respiraciones entrecortadas, calientes. Thiago la observó. Su mandíbula marcada. El músculo de su cuello tenso. Y Valeria… Valeria lo miraba desafiante, retándolo a hacer lo que claramente no debían. —No deberíamos… —susurró él. —No. Pero igual vas a hacerlo. Tu quieres, yo quiero… Él la besó. Feroz, sin permiso, sin disculpas. Ella respondió como si fuera fuego al fuego. Se devoraron contra la pared. La camisa de Valeria abierta, el cuello de la camisa de él medio rasgado. Manos en el cabello, uñas marcando la piel, jadeos ahogados contra la boca del otro. Era furia. Era deseo. Era un “te odio pero no puedo evitarlo”. Thiago deslizó sus labios por el cuello de Valeria, bajó a su clavícula. Ella soltó un gemido contenido que lo volvió loco. —¿Esto te excita? —murmuró él. —No. Me calma. A veces el dolor excita más de lo que uno admite. Y entonces se separó. Así. De golpe. Valeria se acomodó la ropa. Él la miró como si no pudiera decidir si besarla otra vez o pedirle disculpas. —No va a pasar de nuevo —dijo ella, sin creerlo del todo. —No. Pero ninguno lo creyó. Del otro lado del vidrio polarizado de la sala de juntas, una silueta se apartó con lentitud. Luciana. Había visto todo. Y sonrió. Pero no era una sonrisa de sorpresa. Era de estrategia. Y acababa de ganar su primera carta.