El sol del verano parecía bendecirlo todo. En aquella escapada al lago, el aire olía a hierba recién cortada, a parrillada improvisada y a libertad. Clara correteaba con otros niños mientras los amigos de la familia se reían con una guitarra mal afinada y una botella de vino que pasaba de mano en mano.
Valeria, con un vestido ligero y el cabello suelto, intentaba darle puré a Mateo sin mancharse. El pequeño, en cambio, parecía decidido a decorar a su madre con cada cucharada.
—Es idéntico a ti —bromeó Thiago, acercándose con una sonrisa torcida.
—¿En serio? —Valeria arqueó una ceja—. ¿Quieres decir que yo también me reía en tu cara mientras me ensuciaba?
Clara, que los escuchó, se dobló de risa.
—¡Sí! ¡Mamá se mancha todo el tiempo!
Thiago fingió una tos dramática y se dejó caer en la manta como si hubieran descubierto un secreto grave. Todos rieron. Era esa normalidad sencilla lo que más valoraban ahora: ruido de niños, olor a comida, el reflejo dorado del lago.
Mientras el día avanz