Thiago apoyó la frente en la puerta antes de entrar. Valeria estaba de espaldas, guardando un pijama de Clara en el cajón. La casa junto al lago tenía esa quietud falsa de las madrugadas en guerra.
—Es Masuria —dijo desde el marco—. Andújar armó el rompecabezas. En cuatro horas, salgo al hangar privado. Van a entrar con la policía.
Valeria se giró muy despacio. No hubo grito ni pregunta, solo ese brillo en los ojos que había aprendido a esconder para no quebrarse delante de Clara.
—Voy contigo.
—No —le salió mecánico—. Es peligroso. Tú… —miró alrededor, buscando argumentos en muebles, en fotos, en una taza—. Tú eres el corazón de esta casa. Y él… —no dijo “nuestro hijo”; le dolió—. Si pasa algo…
—Si pasa algo y yo no estoy, no me lo perdono —lo cortó, firme—. No soy solo madre; soy la persona que mejor entiende qué pueden hacerle. Y no pienso quedarme mirando una pared.
Thiago quiso negarse, pero la reconoció: la misma mujer que había sostenido a Clara en la UCI con una serenidad que