El reloj marcaba las dos de la madrugada en un apartamento que no figuraba en ningún registro oficial. Las cortinas permanecían cerradas, y el aire olía a té fuerte y perfume caro. Luciana McNeil no dormía. No había dormido bien en meses.
Sobre la mesa, había un tablero improvisado con fotografías impresas, recortes, notas escritas a mano, y un mapa de Zúrich con alfileres rojos marcando puntos clave.
En el centro, una imagen reciente de Valeria, embarazada, saliendo del hospital.
Luciana la observaba como quien mira una obra de arte que detesta y admira a la vez.
—Tú —susurró—. Me quitaste todo.
No era solo una cuestión de venganza. Era una obsesión refinada: Valeria había destruido la Fundación, había expuesto los secretos familiares, había drenado su prestigio y, lo que más le quemaba, le había arrebatado el hombre que, en su cabeza, le pertenecía.
Clara había sido útil en su momento, pero ya no. El daño en su corazón había dejado de ser una carta de poder.
Ahora, la pieza más vali