El invierno comenzaba a retirarse de Zúrich. Las calles ya no estaban cubiertas de nieve, pero el aire seguía conservando ese filo frío que obligaba a la gente a moverse rápido. Para Valeria, era un alivio: podía caminar por las calles para tomarse un delicioso chocolate caliente en una hermosa cafetería cerca del hospital, una nueva rutina que había adoptado ya en las últimas semanas de su embarazo.
La rutina era perfecta en su sencillez. Thiago llevaba a Clara a la escuela por la mañana, pasaba luego por el mercado local, y volvía a casa para trabajar un par de horas frente al ordenador, resolviendo asuntos urgentes de sus empresas en España. Valeria, en el hospital, era un torbellino de eficiencia: sus colegas decían que no entendían cómo podía mantener esa energía con el embarazo tan avanzado.
El médico que supervisaba su gestación la veía cada semana. Todo estaba bien. Más que bien: el bebé crecía fuerte, sano, y parecía impaciente por conocer el mundo.
Pero esa tarde, algo alter