El sol aún no salía, pero un rayo tenue de luz azulada se colaba por las cortinas de la habitación del hospital que se había convertido en su casa. Clara comenzaba a agitarse en la cama, su cuerpecito estaba inquieto bajo la manta estampada con patitos. Thiago, que no se había movido del sofá, se levantó de inmediato y comenzó a acariciar su espalda con ternura para que despertara.
—Shh, mi amor… —murmuró, inclinándose sobre ella con una dulzura que solo Clara conseguía despertar en él—. Papá está aquí, leoncita.
La niña abrió los ojos, aun somnolienta, con esos párpados pesados que solo tienen los niños al despertar. Cuando lo vio, su carita se transformó.
—¡Papá…! —balbuceó con voz ronquita—. ¿Dó mamá Vale?
Thiago sintió una punzada en su corazón. La forma en que Clara llamaba a Valeria ya no era un juego era un vínculo, una declaración de la necesidad de Clara de esa figura materna en su vida. Más allá de eso, en esa conexión casi instantánea que se había formado en ella tan rápid