El sótano del hospital no tenía nada que ver con el resto del edificio. Allí abajo, los pasillos eran angostos, mal iluminados y olían a humedad estancada y archivos viejos. Valeria caminaba con paso firme, aunque por dentro su instinto gritaba que no era buena idea ir sola.
Pero si algo no era Valeria Ríos… era cobarde.
Al fondo, una luz parpadeaba fuera de una sala de mantenimiento. Ella empujó la puerta lentamente.
Dentro, había un hombre de unos 40 años, cabello castaño despeinado, con una bata sin insignias y ojos astutos como bisturí afilado, la esperaba sentado sobre una caja de archivos.
—¿Dra. Ríos? —preguntó con voz ronca.
—Eso depende. ¿Me vas a dar información útil o solo querías conocerme en un lugar lo suficientemente tétrico como para ser el piloto de una serie de asesinatos médicos?
El hombre soltó una carcajada. Tenía una energía extraña: entre confiada y peligrosa.
—Soy el Dr. Elías Navarro. Infectólogo. Estuve en rotación por este hospital hasta hace tres meses. Per