No pude dormir.
No porque algo puntual me doliera, sino porque había algo suspendido en el aire, como una promesa no dicha que todavía vibraba. Me preparé un té. Me envolví en la manta gris. Miré por la ventana. Silencio. Ciudad dormida. Y sin embargo, dentro de mí, algo no se apagaba.
Me pregunté si él también estaba despierto. Si pensaba en mí. Si todavía tenía el sabor del vino, del pan tostado, de mi nombre.
Me pregunté muchas cosas. Ninguna obtuve.
Caminé descalza por el departamento. Pequeño, silencioso, tan mío que a veces dolía. Las paredes sabían quién era yo en todas mis versiones: la Valentina que escribía sin parar a las tres de la mañana, la que lloraba en el baño con la mano en el pecho, la que fingía estar bien aunque el corazón no siempre obedeciera.
La lluvia empezó poco después. Suave. Persistente. De esas que parecen saber exactamente lo que estás sintiendo.
A la una y cuarenta y siete, sonó el timbre.
No me sobresalté. Fui directo a abrir, como si en el fondo lo hu