Desperté antes que él.El sol apenas se filtraba por la cortina, tibio y tímido, como si supiera que no debía perturbar nada. Estábamos en mi cama, aún vestidos, envueltos en la manta más vieja que tenía, esa de cuadros grises y rojos que siempre raspa un poco, pero abriga más que cualquier otra. Su brazo me rodeaba la cintura con una naturalidad que asustaba. No se movía. Su respiración era lenta, rítmica. Perfecta.Me quedé quieta. No quería despertarlo. No quería que ese momento se acabara.Había algo profundamente reparador en verlo así: sin su guardapolvo, sin sus frases médicas, sin esa tensión que a veces lo mantenía erguido incluso cuando estaba a punto de caerse. Así, dormido, parecía más joven. Menos cansado. Más humano.Pasaron unos minutos, quizás media hora. Yo pensaba en todo y en nada. En lo que habíamos dicho anoche. En lo que no. En cómo se sentía tener el corazón enfermo, pero el cuerpo completo por primera vez en mucho tiempo.Entonces él se movió. Su brazo se tensó
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