Todavía sentía el cosquilleo de los lirios que Alex me había dado horas antes, como si cada pétalo se hubiera quedado suspendido en mi memoria. Caminar a su lado y de su mano por Ginebra había sido suficiente para arrancarme de las sombras del hospital y devolverme una especie de vida. Pero cuando se detuvo frente a aquella tienda de vestidos, no pude evitar mirarlo con desconcierto. Una boutique de escaparates iluminados con maniquíes que parecían flotar en medio de telas largas y vaporosas.
Cuando Alex me tomó de la mano y me llevó a aquella boutique elegante, en una de las calles más iluminadas de Ginebra, jamás imaginé lo que tenía en mente.
—Quiero que elijas un vestido para esta noche —me dijo, con esa serenidad que escondía un trasfondo de nerviosismo.
Sus palabras me sorprendieron. Lo miré sin entender del todo. ¿Un vestido? ¿Para qué ocasión? Él sonrió, enigmático, y añadió:
—Tenemos una reservación. Quiero que estés conmigo… y quiero que te sientas hermosa.
No respondí. Me li