Valentina Montenegro, una estudiante de Literatura con una cardiopatía congénita, escribe poemas sobre su corazón defectuoso en un cuaderno negro que jamás deja que nadie lea. Alex Chaves, un estudiante de Medicina con talento para la poesía macabra y un pasado familiar marcado por el alcoholismo, irrumpe en su vida cuando lee sin permiso sus versos y los transforma con palabras que duelen más de lo que Valentina está dispuesta a admitir. Lo que comienza como una batalla de egos entre dos almas rotas —ella, que escribe para esconderse; él, que escribe para confrontar— se convierte en una conexión peligrosa. A través de intercambios de cuadernos llenos de versos crudos y confesiones no dichas, Alex y Valentina descubren que sus heridas se reflejan: su miedo al abandono, su lucha contra cuerpos que los traicionan (el corazón de ella, el hígado de su padre) y su necesidad desesperada de ser entendidos sin lástima. Entre aulas universitarias, viajes improvisados a Roma y noches bajo constelaciones que Alex estudia para olvidar su estrés, la línea entre el amor y el dolor se difumina. Pero cuando la salud de Valentina empeora y Alex debe enfrentar la posibilidad de perderla, ambos tendrán que decidir si su historia es un "hasta que la muerte nos separe" o un "a pesar de todo, esto vale la pena".
Leer másEl aula olía a café recalentado y a las mentiras piadosas que nos contamos para sobrevivir. Llegué quince minutos antes, como siempre, eligiendo mi rincón estratégico: última fila, junto a la ventana, donde la luz del atardecer se filtraba entre las persianas rotas como si el sol mismo dudara en iluminar mis versos torpes. El taller de "Escritura Terapéutica para Profesiones de Alto Estrés" era mi secreto a medias. Allí, Valentina Montenegro, la estudiante de Literatura con notas impecables, podía convertirse simplemente en Vale, la chica que escribía sobre un corazón que no latía como los demás.
Mis dedos dibujaban círculos nerviosos en la tapa del cuaderno negro mientras el profesor Ramírez -un hombre cuya mirada siempre parecía estar en algún lugar entre el presente y un duelo antiguo- escribía en la pizarra: "Las cicatrices visibles e invisibles". Su voz sonó como un susurro cansado: "Hoy exploraremos el dolor que llevamos grabado en la piel o escondido bajo ella. No se censuren".
El bolígrafo se clavó en el papel con más fuerza de la necesaria, dejando una mancha de tinta azul que se expandió como un hematoma.
"Tengo un corazón que olvida latir como pájaro enjaulado que confunde el miedo con el vuelo..."
El crujido de la puerta abriéndose de golpe interrumpió mi escritura. Una corriente de aire frío cargada con el olor a lluvia y desinfectante hospitalario invadió el aula. No necesité mirar para saber que todos los ojos se habían vuelto hacia la entrada, pero yo mantuve la mirada clavada en mi poema incompleto. Hasta que él se desplomó en la silla contigua con la elegancia de un gato callejero herido.
—¿En serio esto cuenta como crédito para Medicina? —susurró mientras arrancaba una hoja de mi cuaderno con una naturalidad que me dejó sin aliento—. Pensé que sería más del estilo 'cómo decirle a alguien que se va a morir sin hacer un drama'.
Sus palabras me golpearon justo en el esternón. Mi mano voló instintivamente hacia el papel, pero él lo alzó por encima de su cabeza con ese reflejo rápido de quien está acostumbrado a esquivar golpes.
—¿Tienes algún problema de comprensión básica o es que no ves bien la palabra 'privado' escrita en la portada? —le espeté, sintiendo cómo ese calor familiar -parte ira, parte vergüenza- comenzaba a subirme por el cuello.
Sus ojos -un azul tan intenso que parecía artificial bajo las luces fluorescentes- escanearon el poema con una velocidad alarmante. Vi cómo su expresión cambiaba, cómo esa sonrisa burlona se desvanecía para dar paso a algo más complejo, más humano.
—Joder —murmuró, y en su voz había un tono que no supe descifrar—. Esto es... diferente.
—No es tuyo —repetí, pero las palabras me sonaron huecas incluso a mí.
—No —admitió, pasando el pulgar por el borde del papel como si estuviera palpando una herida—. Pero ahora necesito saber qué más has escrito.
El profesor Ramírez interrumpió nuestro forcejeo silencioso.
—¿Alguien quiere compartir lo que ha escrito hoy?
Para mi horror absoluto, el intruso levantó la mano con ese aire despreocupado de quien está acostumbrado a salirse con la suya.
—Yo —anunció, y antes de que pudiera reaccionar, comenzó a leer mi poema en voz alta con una dicción perfecta que transformó mis palabras secretas en algo público, vulnerable—. "Tengo un corazón que olvida latir como pájaro enjaulado..."
Sentí cómo cada sílaba me atravesaba. Pero entonces llegó al final y, en lugar de mi verso original, improvisó:
"...pero hoy descubrió que los barrotes eran imaginarios."
El aula guardó un silencio cargado antes de estallar en aplausos. Yo solo podía mirarlo, con la boca seca y las manos temblando de una manera que no tenía nada que ver con mi condición.
—¿Qué demonios te pasa? —le escupí en cuanto salimos al pasillo, donde la luz fluorescente nos bañaba en un resplandor quirúrgico—. ¿Te crees con derecho a tomar algo personal y... y...
—¿Hacerlo público? ¿Transformarlo? —completó, apoyando un hombro contra la pared con esa actitud de quien sabe que ha traspasado un límite pero no se arrepiente—. Lo siento. Es que... ese poema...
—¿Qué? —corté, cruzando los brazos sobre mi suéter demasiado grande—. ¿Te conmovió tanto que tuviste que compartirlo con toda la clase?
Él se enderezó de golpe, y por primera vez vi algo genuino en su expresión.
—Me recordó a mi padre —dijo en un tono completamente distinto—. Tiene cirrosis. También algo roto por dentro que no puede repararse.
El aire se me atascó en los pulmones. No esperaba esa respuesta. No esperaba esa capa de humanidad bajo tanta arrogancia.
—No vuelvas a tocarme —dije, pero sonó más a súplica que a advertencia.
Asintió, serio. Me di media vuelta para irme cuando su voz me detuvo:
—"El pájaro enjaulado tiene razón. El miedo y el vuelo son la misma cosa."
Me congelé. Esa no era mi línea. La había reescrito, reinterpretado. Y lo peor era que su versión era mejor.
Sin volverme, pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Alex. Alex Chaves. Residente de Medicina, especialidad en Cardiología —respondió, y pude oír la sonrisa en su voz—. Y tú eres Valentina Montenegro, la estudiante de Literatura que escribe mejor de lo que respira.
Esta vez sí me giré, sintiendo cómo el corazón me latía con una fuerza alarmante.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Él señaló el cuaderno que aún sostenía entre sus manos.
—Lo escribiste en la primera página. Junto con una nota que dice: "Si me encuentran muerta, quemen esto antes de que mi madre lo lea".
El aliento me abandonó. Había olvidado esa nota escrita en un momento de melodrama especialmente intenso.
—Dame eso —exigí, avanzando hacia él.
Alex no retrocedió. En cambio, abrió el cuaderno en una página al azar y comenzó a leer en voz alta:
"Hoy el médico dijo que mi corazón está cansado. Yo le dije que todos estamos cansados de algo..."
—¡Basta! —Intenté arrebatárselo, pero él lo mantuvo fuera de mi alcance—. Eso es...
—Hermoso —cortó él, y en sus ojos había algo que no pude identificar—. Doloroso, pero hermoso. Como esos cuadros de Frida Kahlo donde el sufrimiento se vuelve arte.
Nos quedamos mirándonos, respirando agitados como si acabáramos de correr una maratón. En la distancia, el timbre anunciaba el fin de la clase.
—No entiendo qué quieres —confesé finalmente.
Alex cerró el cuaderno con cuidado y me lo tendió.
—Cambio —dijo, sacando de su mochila un cuaderno azul gastado—. Tú lees algo mío, yo leo algo tuyo.
—¿Por qué habría de aceptar?
—Porque eres escritora —respondió como si fuera obvio—. Y los escritores siempre tienen curiosidad por las historias ajenas.
Antes de que pudiera responder, abrió su cuaderno en una página marcada y comenzó a leer:
"Día 147 en el infierno: Hoy una niña de siete años me preguntó si su papá despertaría del coma. Le dije que sí. La verdad era que su cerebro ya había dejado de funcionar cuando llegó al hospital. Mentir duele menos que ver llorar a una niña."
El pasillo pareció estrecharse alrededor nuestro.
—¿Eso... eso es verdad? —pregunté, sintiendo cómo algo se desgarraba en mi pecho.
Alex asintió, pasando las páginas con dedos que temblaban levemente.
—Rotundidad clínica 101: a veces salvas más con mentiras que con medicina.
Tomé su cuaderno antes de pensarlo mejor. Las páginas estaban llenas de anotaciones médicas entremezcladas con fragmentos de prosa cruda, descarnada. En los márgenes había pequeños dibujos: un corazón diseccionado aquí, unas manos sosteniendo algo invisible allá.
—¿Por qué estás en este taller? —pregunté sin levantar la vista del cuaderno.
—Orden del Jefe de trabajos practicos—respondió con una mueca—. Después de que me descubrieran escribiendo informes médicos en forma de sonetos.
Un sonido entre risa y tos escapó de mis labios.
—¿Sonetos sobre qué?
—Sobre la muerte, principalmente —admitió con una honestidad que me dejó sin aliento—. Es más poética de lo que piensas.
Nos miramos en silencio. La lluvia golpeaba las ventanas del pasillo con insistencia.
—Vale —dije finalmente, extendiendo mi cuaderno hacia él—. Un poema por una historia.
—Trato —aceptó, y nuestras manos rozaron al intercambiar los cuadernos. Un contacto breve pero suficiente para notar que sus dedos estaban tan fríos como los míos.
Escribí algo en la primera página de su cuaderno antes de devolvérselo: "Intruso".
Él lo leyó, sonrió, y añadió debajo con letra rápida y segura: "Cómplice en el crimen de vivir demasiado y sentir aún más."
Y así, entre versos robados y verdades a medias, comenzó todo.
El silencio que quedó tras la noticia me pareció insoportable. Era un silencio espeso, que ni siquiera los sollozos contenidos de Alex lograban quebrar. Yo lo sostenía entre mis brazos, temiendo que si lo soltaba, se desplomaría en el suelo del pasillo como un niño desvalido.La doctora, de pie frente a nosotros, no insistió. Sus ojos transmitían compasión, pero también la frialdad inevitable de quien ha repetido ese anuncio demasiadas veces en su vida.—Pueden pasar a verla —dijo al fin, con voz baja, casi un susurro que se deshacía en el aire.Alex levantó la cabeza lentamente. Sus ojos estaban rojos, hinchados, y la piel de su rostro parecía arder bajo la presión de tantas lágrimas. Sin embargo, en medio de ese dolor incontenible había algo en su mirada: una determinación extraña, como si necesitara reunir hasta la última chispa de fuerza para atravesar esa puerta que lo separaba de la despedida más cruel de su vida.Le acaricié la mejilla, secando sus lágrimas con mis pulgares.—V
El taxi parecía avanzar demasiado lento, aunque el conductor iba sorteando el tráfico con una prisa que yo apenas podía registrar. Afuera, la ciudad despertaba con normalidad, pero para nosotros todo estaba suspendido, como si Ginebra hubiera quedado atrapada en un vidrio empañado, borrosa e inaccesible.Alex iba a mi lado, con la mirada fija en la ventana. No decía nada. Apenas respiraba, como si temiera gastar energía en un movimiento tan simple. Su mano estaba entrelazada con la mía, pero la sentía fría, húmeda. Yo lo apretaba con fuerza, deseando que ese contacto lo anclara al presente, que no se hundiera en la oscuridad que se avecinaba.—Todo va a salir bien —me escuché decir, aunque mi propia voz me sonó frágil. Era como si hablara más para mí que para él.Él no respondió. Solo giró un poco la cabeza, lo suficiente para mirarme. Sus ojos, esos ojos azules que solían iluminarse incluso en los días más grises, ahora estaban empañados, cargados de un dolor contenido que me desgarra
El aire entre nosotros aún vibraba con la intensidad del momento. La declaración de Alex había quedado suspendida como una melodía perfecta, y yo todavía sentía el corazón acelerado, como si en cualquier segundo pudiera salirse de mi pecho. No había esperado que lo dijera así, con tanta claridad, con esa mezcla de vulnerabilidad y firmeza que solo él podía lograr.Tenía sus manos sobre las mías, tibias, firmes, como un ancla que me sostenía.—Todavía no puedo creerlo —murmuré, apenas audiblemente.Alex entrelazó sus dedos con los míos, y en su mirada había algo nuevo: alivio, serenidad, pero también un brillo juguetón, casi travieso.—Créelo, Valentina —respondió con una sonrisa leve—. Porque esta vez no pienso dejar que la duda me aleje de ti.El camarero interrumpió para dejar los platos sobre la mesa, pero ni él ni las copas de vino lograron romper esa burbuja invisible que nos envolvía.Mientras probábamos la comida, las palabras comenzaron a fluir como si hubieran estado esperand
El roce de sus labios aún ardía en mi boca cuando lo vi alejarse, con esa calma elegante que lo caracterizaba. Alex había inclinado apenas su rostro, había rozado mi mejilla primero y luego, con una ternura que me desarmó, me besó suavemente en los labios. No fue un beso largo, sino de esos que dicen más de lo que las palabras alcanzan a expresar.—Tómate tu tiempo —susurró con esa voz grave que me erizaba la piel—. Te recojo a las ocho y media. Te quiero.Las últimas dos palabras me dejaron temblando. Apenas si pude responder con una sonrisa torpe y un “yo también”, antes de verlo perderse entre la gente del vestíbulo del hotel. Entré al ascensor con las piernas un poco flojas, como si todo mi cuerpo no supiera reaccionar ante la certeza de que Alex había comenzado a derribar todos sus muros.Al llegar a mi habitación, solté un suspiro tan largo que pensé que se me escapaba el alma. Dejé mi bolso sobre la cama y me apoyé en la puerta, aún saboreando aquel beso. Todo en mí vibraba: la
Todavía sentía el cosquilleo de los lirios que Alex me había dado horas antes, como si cada pétalo se hubiera quedado suspendido en mi memoria. Caminar a su lado y de su mano por Ginebra había sido suficiente para arrancarme de las sombras del hospital y devolverme una especie de vida. Pero cuando se detuvo frente a aquella tienda de vestidos, no pude evitar mirarlo con desconcierto. Una boutique de escaparates iluminados con maniquíes que parecían flotar en medio de telas largas y vaporosas.Cuando Alex me tomó de la mano y me llevó a aquella boutique elegante, en una de las calles más iluminadas de Ginebra, jamás imaginé lo que tenía en mente.—Quiero que elijas un vestido para esta noche —me dijo, con esa serenidad que escondía un trasfondo de nerviosismo.Sus palabras me sorprendieron. Lo miré sin entender del todo. ¿Un vestido? ¿Para qué ocasión? Él sonrió, enigmático, y añadió:—Tenemos una reservación. Quiero que estés conmigo… y quiero que te sientas hermosa.No respondí. Me li
El aire fresco de Ginebra me recibió apenas crucé la puerta del hospital. El cielo estaba cubierto de nubes suaves, que dejaban pasar algunos destellos de luz, como si el día no terminara de decidirse entre la claridad y la melancolía. Caminé sin rumbo fijo, con las manos hundidas en los bolsillos de mi abrigo, sintiendo el crujido de las hojas secas bajo mis zapatos. Mi corazón seguía desbocado después de la mañana en el hospital; no podía sacarme de la cabeza la imagen de Sofía, frágil pero con esa fuerza serena en los ojos, y mucho menos la forma en que Alex me había mirado mientras sostenía la mano de su madre.Era extraño: sentía que cada paso me alejaba físicamente del hospital, pero al mismo tiempo todo en mí seguía allí. Con ellos. Con él.Crucé un puente sobre el río Ródano y me detuve un momento a mirar el agua. Corría con calma, como si arrastrara silencios, memorias y confesiones. Me apoyé en la baranda y cerré los ojos, respirando hondo. El aroma de la ciudad era distinto
Último capítulo