Desde aquel día en el taller de escritura, cuando ese intruso de sonrisa molesta arrancó mi poema de las manos, mi vida comenzó a dividirse en un antes y un después que nunca pedí.
Antes temblaba cada vez que alguien mencionaba mi corazón. Ahora tiemblo cuando Alex entra a la habitación con su estetoscopio colgando del cuello como un collar de perlas clínicas.
Antes mis cuadernos estaban llenos de versos sobre pájaros enjaulados y alas rotas. Ahora las páginas se llenan de metáforas sobre puentes que unen orillas opuestas, sobre raíces que crecen a través del hormigón.
Esta mañana, mientras preparaba café en mi pequeño apartamento, me sorprendí dibujando corazones en el vapor del espejo. No los corazones anatómicos que Alex estudia, sino esos de contorno torpe que dibujan los adolescentes en los cuadernos del colegio. El mío tenía una cicatriz en el centro, y sonreía.
En el hospital, mientras esperaba a que Alex terminara su ronda, observé cómo la enfermera jefe le entregaba un expediente sin que él lo pidiera. Cómo los residentes más nuevos se enderezaban al verlo pasar. Cómo las madres de los niños de oncología le sonreían con esa mezcla de esperanza y resignación que sólo conocen los que viven al borde del abismo.
Me pregunto si él sabe que se frota el puente de la nariz cuando está cansado. Que su voz cambia al hablar con los niños, volviéndose más suave, como si temiera romperlos con sus palabras. Que a veces, cuando cree que nadie lo ve, se queda mirando sus propias manos como si no reconociera las historias que cuentan.
Anoche, mientras leía en voz alta a Camilo, noté cómo Alex se mordía el labio inferior cada vez que el niño tosía. Cómo sus dedos dibujaban círculos invisibles en la sábana, siguiendo el ritmo de los monitores. No era el doctor Chaves en ese momento. Era simplemente Alex, un hombre asustado que intentaba mantener a flote a alguien que ama.
Y yo... yo que juré nunca dejar que nadie se acercara lo suficiente como para ver mis cicatrices, ahora leo sus silencios mejor que mis propios poemas. Reconozco el significado de cada arruga en su frente, de cada tensión en sus hombros.
Esta tarde, mientras caminábamos por el parque, una mariposa se posó en su hombro. Alex se quedó completamente quieto, como si temiera asustarla. En ese instante, supe que escribiría un nuevo poema. No sobre pájaros enjaulados, sino sobre mariposas que eligen quedarse.
Cuando me besó bajo el árbol de magnolias del hospital, con el olor a medicamentos y el sonido de los monitores de fondo, entendí que el amor no es como en los libros. No llega con fanfarrias ni epifanías luminosas. Se filtra como la lluvia a través de las grietas, como la luz entre las persianas cerradas.
Y ahora, mientras escribo estas líneas en mi cuaderno negro, con su camisa de hospital doblada sobre mi silla (la robé de su locker, huele a desinfectante y a ese perfume barato que usa), me doy cuenta de que la mayor transformación no ha sido en mi corazón enfermo, sino en mi alma que aprendió a latir en un nuevo compás.