Cenizas y promesas

Salimos de la habitación como dos náufragos que han conseguido, por un instante, alcanzar la orilla: tambaleantes, con el cuerpo empapado de un dolor que ya no tiene nombre. El silencio del pasillo nos recibió de nuevo, pero esta vez no era el silencio expectante de antes; era el silencio que sigue al derrumbe, lleno de papeles, protocolos y pequeñas tareas que se imponen con la misma brutalidad que la ausencia.

La enfermera que nos acompañó tenía una libreta electrónica y una voz que intentaba no sonar urgente. Nos dijo cosas que yo escuchaba como a través de una niebla: que había que firmar; que el médico jefe redactaría el certificado de defunción; que el servicio de duelo del hospital podía orientar sobre funerarias; que había que decidir si queríamos velarla, enterrarla, cremarla. Cada palabra le caía a Alex como una gota helada; yo notaba cómo su mandíbula se apretaba para sostener algo que no tenía nombre, y sin pensarlo más me fui colocando entre él y la lluvia.

—Yo me encargo
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