El taxi parecía avanzar demasiado lento, aunque el conductor iba sorteando el tráfico con una prisa que yo apenas podía registrar. Afuera, la ciudad despertaba con normalidad, pero para nosotros todo estaba suspendido, como si Ginebra hubiera quedado atrapada en un vidrio empañado, borrosa e inaccesible.
Alex iba a mi lado, con la mirada fija en la ventana. No decía nada. Apenas respiraba, como si temiera gastar energía en un movimiento tan simple. Su mano estaba entrelazada con la mía, pero la sentía fría, húmeda. Yo lo apretaba con fuerza, deseando que ese contacto lo anclara al presente, que no se hundiera en la oscuridad que se avecinaba.
—Todo va a salir bien —me escuché decir, aunque mi propia voz me sonó frágil. Era como si hablara más para mí que para él.
Él no respondió. Solo giró un poco la cabeza, lo suficiente para mirarme. Sus ojos, esos ojos azules que solían iluminarse incluso en los días más grises, ahora estaban empañados, cargados de un dolor contenido que me desgarra