Las puertas del castillo se abrieron de golpe con el rugido de la madera contra la piedra. Dante entró con pasos decididos, la furia contenida en su mandíbula apretada y los puños cerrados. Subió las escaleras sin hablar con nadie, guiado por el aroma de los sanadores, el incienso medicinal y el leve rastro de sangre que aún impregnaba el ambiente.
Al llegar a la habitación, la puerta estaba entreabierta. Dentro, Freya yacía sobre la cama, envuelta en una bata de seda que apenas cubría su cuerpo. Su piel estaba pálida, los ojos húmedos, la respiración agitada. Una de las curanderas limpiaba las sábanas mientras otra colocaba una compresa sobre su frente.
Dante no dijo una palabra al entrar. La observó en silencio por unos segundos, el ceño fruncido, los ojos como cuchillas. Luego, caminó lentamente hasta la cabecera de la cama y habló con voz baja pero afilada como una daga.
—Más te vale que esto no sea otra de tus artimañas para presionarme con el Consejo.
Freya parpadeó, como si no