Regresamos al castillo con el corazón hecho pedazos.
La noticia no necesitó ser anunciada. Bastó con nuestra llegada. Bastó con el cuerpo sin vida de Zarek, cubierto por la tela ceremonial, para que todo se congelara a nuestro paso.
Greta estaba allí, firme, esperándonos en la entrada. Su rostro reflejaba todo menos sorpresa. Lo supo en cuanto vio nuestros rostros, en cuanto percibió el aire espeso de tragedia. Avanzó sin decir una palabra hasta que quedó frente al cuerpo cubierto.
Nadie se atrevió a detenerla cuando se agachó y apartó la tela. El rostro de su hijo apareció ante ella, pálido, desfigurado, sin el menor rastro de lo que fue.
Un grito ahogado se escapó de su pecho y cayó de rodillas.
—¡Zarek! ¡No! —su voz desgarró el silencio como un cuchillo afilado—. ¡Dios mío, hijo mío…!
Corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos. La sostuve con fuerza mientras su cuerpo temblaba de dolor. Lloró sin pudor, sin contenerse, y yo sólo podía apretar los dientes con impotencia.
—Tía… no fu