Me acerqué a Greta con el corazón encogido. Estaba de pie junto a una de las ventanas, con la mirada perdida en el horizonte. Había en ella una dignidad silenciosa, pero también un dolor que se filtraba como grietas en su fortaleza.
—Tía Greta —dije con suavidad—. Lamento tanto lo sucedido… Quiero que sepa que estoy aquí para usted. Para todo lo que necesite.
Ella giró lentamente hacia mí, y en sus ojos cansados brillaba el mismo dolor que yo conocí cuando perdí a mi madre. Me abrazó sin decir una palabra, pero ese gesto bastó para hacerme entender cuánto agradecía mi presencia.
—Gracias, hija —murmuró al fin, con la voz rota—. El dolor de una madre no tiene nombre… pero al menos sé que Enzo no está solo. Tú eres su refugio ahora.
Asentí, apretándola con más fuerza entre mis brazos.
—Siempre lo seré, y también lo seré para usted.
Fue entonces cuando Enzo entró en la habitación. Sus pasos eran firmes, pero sus ojos traían la sombra de una tormenta interna. No dijo nada de inmediato, so