La Ópera Real era un mausoleo de terciopelo rojo y oro, un lugar donde la alta sociedad de la ciudad acudía no tanto para ver, sino para ser vista. Esa noche, el palco privado de los Davenport era el centro de gravedad de todas las miradas.
Chloe estaba sentada en primera fila, con la espalda recta y las manos enguantadas descansando sobre la barandilla de terciopelo. Llevaba un vestido de noche color azul medianoche que dejaba sus hombros al descubierto, y el famoso collar de zafiros, el objeto de su mentira en la suite, brillaba en su garganta como una soga de estrellas frías.
A su lado, Thomas era la imagen del patricio perfecto. Se inclinaba hacia ella ocasionalmente, susurrando comentarios sobre la soprano o señalando a algún dignatario en el patio de butacas. Para el mundo, era un gesto de intimidad romántica. Para Chloe, cada susurro era una recordatorio de su cautiverio.
—Sonríe a los de la izquierda, querida —murmuró Thomas, su mano acariciando la nuca de ella, sus dedos juga