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La mañana siguiente a la ópera, la mansión Davenport amaneció sitiada.

No por enemigos armados, sino por un ejército de floristas, decoradores y organizadores de eventos que Thomas había convocado con un chasquido de sus dedos.

Chloe bajó las escaleras y se encontró con que su jaula dorada se había llenado de rosas blancas. Miles de ellas. El aroma era tan intenso que resultaba empalagoso, casi fúnebre.

—Buenos días, cariñi —la saludó Thomas desde el centro del vestíbulo. Estaba revisando unos planos con un arquitecto escenográfico—. He decidido que el jardín de invierno será el lugar para el cóctel.

Chloe se detuvo en el último escalón, su mano aferrada a la barandilla. La escena era hermosa y aterradora.

—¿No es... demasiado? —preguntó, su voz sonando pequeña en medio del ajetreo.

Thomas se acercó a ella, su sonrisa depredadora brillando bajo la luz de la mañana. Le tomó la mano y la besó, no con afecto, sino como quien sella un contrato.

—Nada es demasiado para nuestra unión —dijo
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