Javier llevó a Paula a casa, casi cargándola, porque su cuerpo parecía haberse quedado sin alma.
Ella no lloraba en ese instante, pero su silencio era peor que un grito; estaba rota por dentro, perdida en un vacío que parecía no tener fondo.
Apenas pusieron un pie en la mansión, Javier tomó el control de todo.
Llamó a los encargados de la funeraria, al sacerdote, a los abogados. Se ocupó de cada detalle del funeral y del entierro, como si así pudiera protegerla de un dolor más grande.
Hablaba con voz firme, pero cada vez que miraba a Paula, su pecho se encogía; la mujer que amaba parecía un fantasma caminando entre recuerdos.
Ella, en cuanto pudo, se encerró en la habitación de su padre. Cerró la puerta con un portazo que dejó a Javier inmóvil en el pasillo, dudando si entrar o respetar su duelo.
Adentro, Paula cayó de rodillas. Su mirada recorrió el cuarto que tantas veces había evitado, ahora convertido en un santuario de ausencias.
Caminó hasta el armario, tomó una de las camisas de